Es realmente increíble lo que la gente es capaz de creerse hoy en día. Dicen que vivimos en la Edad de la Razón, término acuñado por los filósofos del mal llamado «siglo de las luces». Sin embargo, veo que esta facultad humana es más infrautilizada que nunca. Al profanar el altar mayor de Notre Dame de París y entronizar en su lugar a la Diosa Razón, los revolucionarios introdujeron en el mundo una enfermedad de la mente: la idolatría del hombre. Según esta idolatría, el hombre es el principio y fin de la existencia, y cualquier cosa que se escapa a su entendimiento y control es anatema. De allí surgió el materialismo científico, que niega la existencia de lo sobrenatural; partiendo de la premisa de que no hay Dios, tampoco hay vida tras la muerte, ni alma, ni bien ni mal. A mi juicio, sería más acertado decir que vivimos en la Edad del Sentimiento. Al eliminar a Dios de su horizonte vital, las emociones, no la razón, suelen guiar a las personas en nuestra sociedad postcristiana. El sentimiento, al ser subjetivo, es inmune a los argumentos en contra. Todo se vuelve relativo; se habla de «mi verdad», «tu verdad», como si cada individuo viviera en un mundo distinto, cada uno con sus reglas de lógica particulares.
Lo que los materialistas no anticiparon es que al derribar los dogmas de la religión católica iban a erigir en su lugar nuevos dogmas; la diferencia sería que los primeros son razonables, mientras que los segundos son completamente absurdos. Esto resulta en la curiosa situación de nuestros tiempos, en que los ateos, que se supone no tienen fe, creen en unas cosas tan inverosímiles que requiere mucho más fe ser ateo que ser católico ortodoxo. El título del artículo, que he cogido de un libro de Norman Geisler y Frank Turek, lo dice todo. En este artículo daré cuatro ejemplos de cosas absurdas que creen los ateos, con la intención de reflexionar sobre la plausibilidad de la fe católica.
El universo se hizo a sí mismo.
La primera es pura ciencia ficción; nadie ha visto, ni jamás verá, otro universo. Todo es pura imaginación, que mucha gente aparentemente inteligente confunde con la ciencia. Si la ciencia se basa en lo que podemos OBSERVAR, la teoría de universos paralelos habría que tirarla al cubo de la basura. Y si decidimos que la ciencia no se basa en evidencias empíricas, propongo que se estudie el comportamiento de los elfos en las facultades de biología. La segunda vía, la auto-creación del universo, supone la negación de la ley de causa-efecto. Si se niega que un efecto (en este caso, el universo) tenga una causa, la investigación científica se hace inviable. A partir de allí, si las cosas suceden «porque sí», sin causa ninguna, significa que no podemos saber absolutamente nada, y más valdría cerrar todas las universidades científicas hoy mismo.
A menudo la objeción de los niños (y de los que ya no son tan niños, víctimas del sistema educativo moderno) es: «¿Y quién creó a Dios?» La respuesta es fácil: «nadie, porque Dios es eterno.» Dios nunca empezó a existir, o, dicho de otro modo, Dios ha existido desde siempre. Él es la primera causa, sin la cual nada existiría. Es el único SER NECESARIO. Mientras que nosotros somos seres contingentes; es decir, podríamos no existir, Dios existe por necesidad. Si esto se enseñara en los colegios, los niños (y los no tan niños) serían un poco menos tontos.
¿Qué es más razonable? ¿Decir que una primera causa, un ser eterno y omnipotente, que nunca empezó a existir, lo creó todo?; ¿o decir que el universo se creó a sí mismo? A los que optan por lo segundo, les propongo un reto: si son capaces de encontrar un libro que se ha escrito a sí mismo, yo creeré en la auto-creación del universo.
El azar crea orden
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«¡No seas absurdo! ¡Nadie nos hizo! Evolucionamos al azar a partir de copos de nieve.» |
Hoy en día el mejor argumento de los evolucionistas es: «la enorme mayoría de los científicos creen en la evolución». Esto es un argumento desde la AUTORIDAD, no un argumento científico. Creer en una idea por QUIEN la afirma, es propio de la fe, no la ciencia. Los católicos creemos todos los dogmas que enseña la Iglesia, no principalmente porque nuestra inteligencia nos dice que son ciertos, sino porque creemos en la autoridad de la Iglesia. Creemos todo lo que ha revelado Dios, porque «Él no engaña ni se engaña». Es igual con el evolucionismo; sus fieles creen en sus dogmas, no porque son razonables, sino porque confían plenamente en la AUTORIDAD de quienes los afirman. «La comunidad científica» es la jerarquía de la iglesia del evolucionismo; cada científico es miembro del clero, cada catedrático de biología es un obispo y sus conferencias internacionales son concilios ecuménicos, en los cuales se proclaman nuevos dogmas.
Si nos enfrentamos a los argumentos evolucionistas, y nos abstraemos del marketing que los rodea, vemos que caen por su propio peso. En la base del evolucionismo hay una noción completamente absurda: el azar crea el orden. Mientras que según la segunda ley de la termodinámica, todo tiende al desorden, el proceso evolucionista es esencialmente un continuo aumento de complejidad. Según el relato evolucionista, todo empezaría con organismos unicelulares, pasando por seres cada vez más avanzados, hasta llegar al homo sapiens, la cima evolutiva de la vida en la Tierra. Sin embargo, a pesar de su imaginación para contarnos el cuento de la evolución (con dibujos incluidos), lo que hasta ahora los evolucionistas han sido incapaces de hacer es explicar exactamente cómo se crea la nueva información en el ADN correspondiente a cada nuevo avance evolutivo. Por ejemplo, Darwin mismo dijo que el desarrollo del ojo mediante la selección natural parecía «completamente absurdo». Sin embargo, por no abandonar su teoría, especuló que ese órgano se pudiera haber desarrollado con pequeños pasos a lo largo de mucho tiempo, partiendo de algo muy básico. Pero resulta que el ojo más básico, unas células fotosensibles en la piel, requiere más información nueva en el ADN que la que contiene este artículo. Si estamos dispuestos a creer que un ojo puede aparecer por arte de magia debido a mutaciones aleatorias, para mi próximo artículo haré que mi sobrina de un año teclee sobre el ordenador. Si el resultado es un artículo interesante sobre asuntos religiosos o políticos, estaré dispuesto a creer en la evolución del ojo.
El quid de la cuestión está en el ADN, algo completamente desconocido para Darwin, a pesar de que en su tiempo Mendel había demostrado que los seres vivos están «programados» por un código hereditario. El neodarwinismo, la fusión de las ideas originales de Darwin con la genética, afirma que la nueva información en el ADN necesaria para cada progreso evolutivo es creada por mutaciones, errores al azar en la transmisión del ADN. Hay dos problemas con esta idea. Primero, jamás se ha observado como una mutación aumenta la información en el ADN. Es una bonita idea, pero no es científica, porque NO SE PUEDE OBSERVAR. Lo que sí se ha observado es que algunas mutaciones pueden ser beneficiosas. Por ejemplo, las personas que tienen anemia de células falciformes son inmunes a la malaria. Pero esto es como cortarse las dos piernas para nunca tener verrugas en los pies. No hay aumento de información, no hay mayor complejidad, sino todo lo contrario. Segundo, el código del ADN es información, y el sentido común nos dice que detrás de toda información siempre tiene que haber una INTELIGENCIA. La información NUNCA se crea al azar. Tan convencidos están los científicos de esta ley que en EEUU han gastado cientos de millones de dólares en el programa SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), cuyo objetivo es captar señales del espacio que contienen información, ya que según ellos mismos, esto indicaría la existencia de vida inteligente en otros planetas. Aquí hay una ironía deliciosa. Si se examina cualquier célula de cualquier ser vivo sobre nuestro planeta, también se encuentra información, una información tan compleja que tiene que ser obra de una inteligencia muy superior a la nuestra.
No somos especiales
No existe el bien y el mal